Rafael Eduardo Caro, pseudónimo: Anubis
Cancerbero
El niño se detuvo a los pies de la colosal estatua del emperador Tiberio. El pequeño Marco se sintió casi insignificante ante la magnificencia del soberano de Roma inmortalizado en mármol. En aquel momento se juró que su imagen estaría entre la de los Césares.
Las proezas militares que realizaría serían escritas en mármol para que fueran recordadas por las futuras generaciones logrando que su nombre jamás sea olvidado.
Apenas tuvo la edad suficiente se alistó en las legiones romanas. Tras duro entrenamiento el cuerpo delgado de Marco adquirió la musculatura del dios Apolo. El joven anhelaba probar su valor en batalla y Roma pronto le concedería su deseo. Combatió a los bárbaros defendiendo los territorios del Imperio. En medio de la lucha, Marco se sentía invencible, cebándose ante la vista de la sangre de sus adversarios.
Había nacido para la guerra y en pocos años tenía legiones enteras bajo su mando. Su habilidad como estratega y su valor lo llevaron en pocos años al grado de General Supremo de las legiones romanas.
Sus aspiraciones de llegar a ser alguien importante se habían hecho realidad. Sin duda los dioses lo habían favorecido. ¿Acaso los mismos dioses no habían peleado por lograr el control del Olimpo? Las deidades se habían enfrentado entre sí en muchas ocasiones. El poderoso Júpiter destronó a su padre gobernante desde entonces, controlando el destino de dioses y mortales. La suerte de las batallas era decidida por los dioses. Así, bajo el capricho divino había caído Troya. Incluso había un dios de la guerra, Marte que seguramente estaba complacido ante la gloria que Marco y sus legiones le había al Imperio y a las divinidades romanas.
Durante casi toda su vida, el general había combatido, pero ahora, a los cuarenta años se sentía algo cansado. Se iniciaba un período de paz y las ciudades florecían. Por todas partes se levantaban templos majestuosos y los poetas cantaban las hazañas del general Marco sin embargo, al genial militar lo invadía un sentimiento de insatisfacción. No estaba hecho para la tranquilidad y caminaba por los pasillos de mármol de su residencia como un animal enjaulado. Una noche, mientras recorría los pasillos de su fastuosa morada, oyó la melodía de una voz femenina resonando suavemente por los corredores de su morada. Se dirigió lentamente, cautivado por la voz hasta los jardines internos y se apoyó contra una columna.
Se trataba de una de sus esclavas. Era apenas una niña y su cuerpecito esbelto y frágil se deslizaba por l vegetación internándose en el patio en dirección a la fuente. De pronto, Marco recordó a sus perros. Eran animales sanguinarios los cuales lo acompañaban en sus cacerías y su cuerpo se tensó lanzándose a la carrera hacia la jovencita. Sin duda los perros se desplazarían en un instante si él no los detenía. Los inmensos mastines emergieron de la espesura lentamente como criaturas de pesadilla. Marco comenzó a correr hacia ellos con el corazón enloquecido de pavor. La niña los vio frente a ella y siguió cantando encaminándose hacia los perros. Éstos inclinaron dócilmente sus cabezas mirándola con dulzura. La pequeña los acarició mientras continuaba con su canción. El general se detuvo atónito. Sus tres perros sólo se sólo se mostraban cariñosos con él, atacando a cualquier otra persona que fuera lo bastante insensata como para acercárseles cuando no estaban encadenados y a una distancia prudente de las fauces capaces de matar a un jabalí adulto.
Aún algo agitado, Marco dijo: – No deberías acercarte a mis perros así, niña. Ésta giró interrumpiendo su canción y al reconocer a su amo se inclinó suavemente y susurró con voz temblorosa: – Disculpe mi señor, no creí…
Marco inclinó una de sus rodillas ene l suelo y le posó suavemente una mano sobre el hombro. Sonriendo le dijo: – No tienes que disculparte. ¿Te encuentras bien? Pensé que mis mastines te atacarían.
La niña levantó despacio su cabeza mirándolo con sus enormes ojos negros. El general la miró, era delgada y su piel era morena, de grandes labios, sus cabellos oscuros enmarcaban el óvalo delicado de su rostro. No recordaba haberla visto antes, lo cual no era extraño dado la cantidad de sirvientes que tenía.
– ¿Cómo te llamas? –preguntó Marco.
– Ashaali –respondió la esclava.
– Esa canción, ¿de dónde es?
– Es una canción de mi tierra natal, mi madre solía cantármela. No recuerdo mucho de esa época. Fue antes de que… -Se interrumpió Ashaali volviendo a mirar al suelo.
Marco supo lo que había querido decir. Antes que los romanos saquearan su aldea. Probablemente masacrando a todos. Tal vez ella era la única sobreviviente de toda su familia. Se preguntó si Ashaali odiaría a los romanos y a él por eso. Después de todo Roma había sido responsable de la muerte de su familia, la había arrebatado de su patria, reduciéndola a la esclavitud. Es extraño que nunca antes se detuviera a pensar en la manera en que la expansión y dominio imperial afectaban los destinos de millones de seres humanos. Sin embargo, era el precio que la Pax Romana exigía, por lo tanto no debía cuestionarse. Los pueblos sojuzgados serían beneficiados con la protección y civilización que les proveía el Imperio. A cambio, sólo debían jurar lealtad a Roma. Además de los consabidos tributos que debían pagarse por gozar de la protección de sus benévolos amos.
Marco tomó con delicadeza el mentón de Ashaali y mirándola a los ojos, adivinado el temor detrás de ellos, musitó: – No temas, no serás castigada. Sólo háblame de la canción que entonabas. No reconozco el idioma pero me pareció muy hermosa. A ellos también parecía agradarles. –dijo el general señalando a sus perros. Ashaali rió divertida y abrazó el pescuezo de uno de los canes.
–Sé que les gusta, son mis amigos y a veces vengo a jugar con ellos. Mi madre la cantaba mientras me arrullaba hasta que yo me dormía. No recuerdo demasiado, sólo imágenes vagas, sensaciones como las de un sueño.
– Háblame de ellas, Ashaali.
– Recuerdo que jugaba con muchos niños a orillas de un río. Hacía mucho calor siempre. Nos bañábamos junto a animales enormes que se refrescaban arrojándose chorros de agua sobre los lomos con sus largos hocicos flexibles. Olvidé el nombre que tenían pero sus cabezas eran las mismas que las estatuas que se encontraban dentro de enormes edificios de piedra. No sentíamos temor de ellos y jugábamos a su lado.
El guerrero había oído de que en los lejanos confines hacia el Oriente del Imperio existían templos antiquísimos en medio de la selva cuyos habitantes adoraban a esculturas con cuerpos de hombres y cabezas de animales. Tal vez los animales que describía la esclava eran los elefantes y la deidad sin duda se trataba del dios Ganesh. Marco se incorporó reflexionando sobre la inmensidad de los dominios romanos.
– Parece un lugar bellísimo. Y ya que mencionaste los baños va a que preparen uno por mí. –dijo Marco mientras acariciaba la cabeza de Ashaali. La niña se inclinó respetuosamente y desapareció corriendo por los pasillos.
Los sirvientes ya habían preparado el baño y uno de ellos despojaba de las túnicas a Marco y otro desataba sus sandalias mientras otro esclavo verificaba que la temperatura del agua fuera la adecuada.
Aún ahora el cuerpo del general era firme y musculoso. Tenía gran parte del mismo surcado de cicatrices. Aquélla en el muslo derecho producida por la lanza de algún guerrero franco durante la campaña militar en las Galias. O la otra en el hombro izquierdo de una espada vándala durante la expedición a Hispania Y aún recordaba lo cerca de la muerte que lo había puesto esa flecha sajona en el pecho y que casi alcanza su corazón. Acarició esa cicatriz con su mano. Su cuerpo era el relato de todas sus campañas militares en las que participó durante su vida. Eran demasiadas marcas, demasiadas batallas y lugares para poder recordarlos a todos.
Sumergió su bien proporcionado cuerpo en el agua y cerró los ojos mientras pensaba- Pensaba en sus perros y en Ashaali. Había algo enigmático en ellos. La niña había hechizado a sus fieros animales sólo con el poder de la música. Con una canción traída de los exóticos confines del Imperio. Había un relato sobre cómo un perro guardián de los infiernos fue hechizado por la música de algún dios o una musa. La bestia que debía vigilar la entrada al reino de los muertos se quedó dormida permitiendo el paso de los vivos al Hades. Seguramente se trataba de algún cuento de viejas charlatanas. No obstante, había algo que lo inquietaba. Algo en los ojos de Ashaali, algo que ella y los perros parecían compartir.
Veinte años habían transcurrido en la vida de Marcos desde aquel incidente con Ashaali. Ahora era emperador. No había sido fácil llegar hasta ese puesto. Debió luchar peleas más encarnizadas que las libradas durante su juventud. El campo de batalla fue el senado romano. Fueron combates más crueles y despiadados donde un amigo se tornaba en feroz rival al día siguiente. Una guerra donde la espada era reemplazada por la diplomacia, las intrigas y la hipocresía. Las palabras eran más mortíferas que el veneno usado ocasionalmente para librarse de algún competidor indeseable en el ascenso al trono.
Pero finalmente lo había conseguido. Marco había dejado atrás un tendal de enemigos que lo adulaban mientras complotaban para arrebatarle la corona de laureles. A veces se preguntaba si tantas muertes habían valido la pena. Incluso en este período de paz el pueblo seguía reclamando sangre y él se las proveía mediante combates de gladiadores en el Coliseo. Roma parecía un monstruo con una sed inagotable de vidas humanas. Se sentía cansado. Decidió recostarse, su cuerpo, antaño magnífico, era ahora débil y enfermo.
Ashaali lo ayudó a recostarse. La esclava se había convertido en una espléndida mujer y atendía con devoción a su amo. El emperador la contempló, aún podía ver esa pequeña niña en esos ojos azabaches.
– Ashaali, dime ¿qué crees que ocurre después de la muerte? – Ella lo miró sorprendida deteniéndose un momento mientras acomodaba los almohadones bajo la cabeza del emperador.
– Estoy segura que Júpiter se lleva las almas de los emperadores al Olimpo.- dijo la muchacha.
– No me digas lo que repiten todos. Dime lo que realmente piensas. Lo que puedas recordar de la religión de tus ancestros – prosiguió el emperador.
– Según decían los textos sagrados que leían los sacerdotes de mi tierra uno recibía un premio o castigo a través de sucesivas reencarnaciones, según las acciones en este mundo.
– Explícame mejor
– Tal vez sería mejor que descansara, mi señor – sugirió la esclava.
– Haz lo que te pedí – ordenó el amo de Roma.
– Pues uno encarna en un ser superior a través de muchas vidas. Una forma mejor que la anterior de acuerdo a cómo haya vivido. También puede reencarnar en una forma más baja. Al completar todo el aprendizaje de esas vidas podrá el alma del hombre se esa cadena de esa cadena de reencarnaciones – explicó Ashaali.
– ¿Y qué crees tú que sucederá conmigo?- inquirió el soberano.
Ante el silencio de la esclava, Marco le aseguró: – Sabes que puedes ser honesta conmigo sin ser castigada. Ashaali lo miró con angustia en el rostro.
– Mi señor, creo que su destino y el de Roma es el mismo.- Ambos han causado dolor y sufrimiento a través de sus luchas por el poder. Seguramente un castigo sobrevendrá sobre usted y sobre todo el Imperio.
– ¿Me odias Ashaali?
– No, mi señor. Creo que los dioses nos han puesto en este mundo para aprender algo. Si no lo hacemos nos concederá nuestra propia incapacidad de aprender y no ellos. Yo acepto el destino que nos depararon. Usted y yo sólo somos instrumentos divinos para un aprendizaje mutuo.
– Gracias Ashaali, ya puedes retirarte a descansar.
– Aún no es tarde. Si se arrepiente, los dioses sabrán que han aprendido que la lucha sólo ocasiona dolor y lo librarán de un castigo terrible – suspiró la bella esclava.
– Déjame – susurró el anciano cerrando los ojos.
Ashaali se deslizó en silencio perdiéndose en las sombras.
El soberano meditó las palabras de la joven. ¡Sin guerras Roma no sería nada! Qué podía saber una esclava. Los dioses estarían satisfechos con la sangra ofrendada a ellos ya su pueblo por él, por todos los legionarios y gladiadores. Pero una vez más se percató que su cuerpo era el reflejo de la historia de Roma. Una Roma ahora decadente y enferma. Una Roma cuyo fon se aproximaba lentamente. Sólo que él desaparecía primero. Su nombre sería recordado tal como se lo había propuesto siendo niño. Su vida estaba narrada en los manuscritos de las bibliotecas e inscripciones de incontables monumentos que conmemoraban sus triunfos. Pero ahora se percataba que toda su obra quizás no serviría de nada en el Hades. Exhaló por última vez.
En las perreras del palacio, los mastines lanzaron un aullido y Ashaali se cubrió los ojos llenos de lágrimas. Todos sabían que el amo había muerto.
Transcurrió una fracción de eternidad. De repente, la conciencia del emperador emergió en las tinieblas. Su inteligencia se había desvanecido casi por completo pero aún era capaz de percibir emociones. Sintió que lo elevaban por los aires y aunque escuchaba sonidos ya no podía interpretarlos. Su cuerpo temblaba y trató de gritar pero sólo pudo emitir un débil gemido.
El hombre había levantado el cachorro y se lo mostraba a su amigo.
– Mira qué hermoso ejemplar. Es el único macho de esta camada. Seguro me hará ganar una fortuna.
– ¿Entonces lo entrenarás como perro de pelea?- exclamó el otro hombre.
– Claro que sí. Será uno de los mejores ejemplares de mi jauría. Tiene manchas extrañas en su cuerpo, como un mapa de cicatrices pero no importa, pronto las tendrá de verdad.
Ambos hombres rieron a carcajadas.