Eduardo Leonel Zenzano, pseudónimo: Charlo
Todo eso y nada más
Morir no basta: hay que morir a tiempo
Jean P. Sartre
Todo eso y nada más
Morir no basta: hay que morir a tiempo
Jean P. Sartre
Un día, en donde el sol no conocía rincones oscuros, me escupieron de un billar a las doce y treinta horas, y en lenta retirada a casa, de repente en una esquina me encontré con Susana, madre de Sebastián; con quien menos ansié encontrarme a cinco meses de su historia. Sonriéndome suavemente, pero con un rostro que pedía en tono muy bajo, piedad, misericordia, al torrente de locura y dolor que no podía superar, me invitó un café.
cinco
Sebastián llegó a casa, subió a su dormitorio y cerró la puerta sin decir una palabra. En un escritorio lleno de diarios, revistas pornográficas, y encendedores en desuso, comenzó a redactar su indeclinable decisión:
Querido Satanás: he tomado medidas ya sobre el asunto, que por cierto me es muy sería, y/ como tal, ocupé el tiempo suficiente para responderte por la entrega de mi alma (espero no te ofendas si te tuteo). En fin, yendo al grano te cuento que he decidido de una vez hacer el trueque, y es porque justamente la propuesta de Chinga, me pareció interesante. Te cuento que esto de andar así por la vida, sin motivos, hace de ella mi infierno, y justamente, pensé en estos últimos días en que podrías darme a cambio: una pasión. No aguanto más, este infierno me está matando Satanás.
Bueno, por el momento creo que eso es todo, ahora, espero muy ansioso tu señal.
Sin otro particular, lo saludo a Usted muy atentamente.
Sebastián
Tomó la carta, buscó desesperadamente el tacho de lata, perdió la carta dentro junto a un corazón de palomo virgen y, roseando todo con un poco de alcohol, le prendió fuego hasta la carbonización. Esto fue para completar el tramo final del "correo satánico".
A partir de este último hecho, su vida había cambiado por completo. Comenzó primero por levantarse temprano, deambulaba sin pausa alguna por su pequeña pieza a puertas cerradas, no paraba de fumar, y el maldito tic nervioso de hurgarse los genitales con la mano izquierda había aumentado aún más. Siempre atento a la "señal", repetía estos mismos hechos todas las mañanas. Pero "la señal", nunca llegó.
Desesperado, no podía comprender dónde estaba el error. Había hecho todo en orden paso por paso, según como le había indicado Chinga, la curandera del barrio; luego de haberle sacado cincuenta pesos del bolsillo que, por supuesto, era lo que valía "la receta secreta del correo satánico".
cuatro
Frustrado y después de varios días de incesante espera, decidió desistir de la idea en busca de "la señal". Pero lo peor para Sebastián aun no había pasado; eso de seguir por la vida con un apathés que no hacía más que ponerlo inmóvil. Frente a la resignada espera de la señal satánica, decidió una mañana comprar una pistola y volarse las reflexiones, al menos eso haría que su miserable vida cambiara por completo.
Una vez convencido, acudió una tarde a su madre y le exclamó:
-¿Mamá?., necesito trescientos pesos.
-¡El qué! -dijo la madre muy molesta, esperando escuchar el disparatado argumento.
-Escucha mamá -continuó Sebastián sin dar respiro- no importa para qué, sólo te digo que los necesito urgente...
La madre, que para nada contenta vivía al lado de su hijo, puesto que Sebastián no trabajaba desde hace nunca, incluso jamás quiso estudiar puesto que "ninguna ciencia" -según sus propias palabras- le despertaba interés alguno, por lo tanto, estaba entregado desde hace tiempo a una vida cuasi vegetativa: lo único que hacía en casa era dormir, comer, y por último, por una obligación fisiológica, caminar hasta el baño. La vida entonces llevada por Sebastián, no era para nada agradable a los ojos de su madre que, molesta con este nuevo antojo, le respondió en tono muy molesto:
-Si querés plata hijito, a la-bu-rar, ahí te espera la calle con los brazos abiertos, y no insistas con tonterías, ¡menos todavía con plata!, sabiendo que nunca hiciste algo para contribuir con la economía de esta casa.
-¡Entonces no importa! -contestó gritando desesperadamente-, ¡voy a conseguir el dinero aunque tenga que vender mi cama! -así habló Sebastián.
Ahora sí, su situación había empeorado. La madre estaba dispuesta a no contribuir con su muerte, que en realidad, si supiera: ¿aportaría al menos la mitad? De todos modos, Sebastián, muy ofendido con la respuesta de su madre, decidió orgullosamente conseguir el dinero por sus propios medios.
tres
Así entonces un día, el chico saltó de la cama, y tropezando con todo mueble habido en su camino, bajó apresuradamente las escaleras de su casa y se perdió en la calle.
Sebastián había recordado a uno de sus pocos amigos, Carlos, quien podría en este case ser el único que lo ayudase. "El Tuque" (padre de Carlos), solía tener una gran escopeta.
Cada vez que comenzaba la "temporada de vizcachas", Tuque insistía religiosamente con
Sebastián; le suplicaba por su compañía, pero las invitaciones desde luego eran siempre rechazadas, pues qué interés le podría despertar la caza cuando siquiera veía el sentido a los animales, vivos o muertos.
Camino a casa de Carlos pensó cuál iba a ser la excusa que argumentara el pedido de la escopeta. ¿Se la daría el Tuque sin pretexto alguno?, y si le preguntara el por qué, pues desde luego era de esperar, ¿qué se suponía que iba a responder? Pero frente a estos lógicos interrogantes Sebastián se dijo por dentro:
No importa si a fin de cuentas no me animo a pedírsela a Tuque, en todo caso le digo a
Carlos que se la robe, con tal, ¡para que están los amigos!
Contento de ver la imposibilidad de obstáculo alguno, llamó a la puerta de su casi escopeta hurgándose los genitales con la mano izquierda.
-¡¡Ya voy!! -exclamó la madre de Carlos atravesando el living apresuradamente.
Abrió la puerta y sonriente dijo:
-¡Pero si es el desaparecido de Sebastián!, ¡qué sorpresa tan agradable!, pasá, pasá, que ya te lo hablo al otro vago.
Sebastián se sentó en el sillón de siempre, un sillón de desagradable color púrpura, madera fina y tranquila comodidad. En la ansiosa espera de su amigo, Sebastián comenzó a sentir de pronto un extraño y desagradable adiós a esa costumbre: la de sentarse siempre en el mismo sillón aguardando la presencia de Carlos, gozando siempre de la comodidad que le brindaba aquel horrendo sillón púrpura. Confuso lo asaltó una nostalgia y pensó:
Qué es esto de pensar en algo que ya no voy a sentir dentro de poco... Bah, ya pasará, ya nada me dañará al recordar algo, una vez que me vuele los sesos, todo cesará.
Mientras tanto, apareció por fin en escena Carlos. Descalzo, de un somnoliento aspecto y con sus acostumbradas lagañas llenas de ojos. Muy malhumorado, por haber sido interrumpido de un fascinante sueño; hurgándose la nariz y jugando con un par de mocos en los dedos, amasándolos lentamente en forma circular, preguntó:
-Sebastián... ¿sabes la hora que es?
-Sí, ya sé, o no sé...quiero decir perdóname, realmente no me di cuenta, pasa que tengo un problema y te necesitaba con urgencia.
-Y vos, desde cuando tenés problemas, o más bien, ¡desde cuándo tenemos nosotros
problemas! Déjate de joder Seba...
-Hablo en serio Carlitos, y si no me querés ayudar, me voy nomás -contestó Sebastián mirando al suelo.
-¡Caramba, jamás te vi tan serio!, haber...-continuó Carlos con tono irónico- contáme entonces, quiero conmoverme.
Sebastián alzó la vista y dijo:
-Mejor vamos a tu pieza, en realidad no quisiera que escuche tu vieja nada de lo que te diga.
A Carlos se le pasó la ironía y dando vueltas la cabeza, buscó rápidamente a su madre, que por suerte, se hallaba en el baño tramitando el desayuno.
Así entonces, luego de la seria y misteriosa objeción de Sebastián, marcharon silenciosamente hacia la pieza, entrando en ella como si estarían invadiendo territorio enemigo. Carlos cerró la puerta, y la intriga aún le duraba, pues se conocían desde hace tiempo y era muy fácil entre ellos descubrirse en el rostro algún rastro, pero Carlos estaba definitivamente perdido.
-Sentáte, ya vuelvo -dijo Carlos.
-¡Pero adonde vas! -replicó Sebastián alterado-, te estoy diciendo que es importante lo que tengo que decirte, ¿y me querés hacer esperar?!
-¡Ya vuelvo! -contestó Carlos molesto-, voy a poner la pava para unos mates.
Sebastián se tranquilizó mostrándole un gesto mudo de aprobación.
Al desaparecer Carlos por la puerta, en Sebastián volvió nuevamente esa angustia, una sensación extraña de saberse responsable de perder para siempre la costumbre de las infinitas tardes que pasaba mateando junto a Carlos; los dos encerrados en la pieza, sin mover un dedo, puesto que eran amigos por abrazarse a la misma causa: hacer lo mínimo.
Pero precisamente era esto lo que ahora a Sebastián lo estaba acorralando; los días se le venían encima cada vez que entraba a casa, siempre lo mismo: ¡cuándo va a ser el día que hagas algo, vago de mierdal Mi vagancia me mata -pensaba día tras día angustiado-, o también me matan todos los que hacen algo en esta vida, y me llevan en contra de mi vieja, pero es inútil, cómo hacer algo si no le veo el sentido a nada. Si no puedo soportar a mi vieja por sus constantes reproches, si no puede soportar mi vagancia y, si ni si quiera puedo soportarme ¡me mato!., ¿me qué?..
-¡Listo!, ahora sí -entró de repente Carlos al cuarto con la pava en mano, el yerbero y la infaltable bolsita de "cigarrillos negros armados" que siempre le robaba a Tuque-. Ahora sí Seba, contáme tranquilo qué te sucede.
De pronto, al darse cuenta Sebastián que no sabía cómo iba a comenzar, inmediatamente se puso incómodo, y el muy bruto escupió de una vez su necesidad.
-¿Carlos?. ¿Cacho?., eeh. eeh. ne. necesito laaa. laaa ¡escopeta de tu viejo!, ¿puede ser? -terminó atragantándose con la ultima gota de su saliva.
Carlos, inmediatamente endureció y puso una cara como si de pronto se encontrase en un enorme y lejano desierto, rodeado sólo de rostros oscuros, desconocidos, sedientos a la espera de ¡arrebatarle el celular! Era el impacto de no saber cómo interpretar las palabras de Sebastián. ¿Qué es lo que se le ocurriría hacer a Seba con una escopeta en sus manos?
Totalmente desconcertado por el pedido, Carlos le respondió:
-Pero, cuál es el la idea de la escopeta, Seba...
Sebastián, frente a la obviedad del asombro que le mostró su amigo, endureció entonces también, y se dio cuenta que su pedido podía suponer cualquier cosa, hasta darse cuenta de su verdadera intención. Pasmado atinó a balbucear en tono bajito y cobarde:
-¿Pero es que acaso nunca te pidieron la escopeta?..
-¡La verdad que no! -respondió Carlos sardónicamente esperando escuchar el intrigante sentido.
-Es simple Carlitos -dijo Sebastián tomando aire-, la escopeta es sólo para matar a
unaaaa, unaaaa... rata, ¡es que no la deja en paz a mi vieja!, ¿me comprendes?
-¿Pero es que vos sos bruto?! -contestó Carlos muy molesto y prosiguió inmediatamente-. Y vos, ¿pensás matar a una rata con la escopeta?, encima esto me hace pensar de que...¡pretendes ayudarla a tu vieja en algo?!, y si fuese así, venís a las nueve de la mañana con ese aire tan misterioso cosa que me puso muy del culo, tenso, tan tenso que me despierto del todo, tratando de prestarte atención y queriendo olvidar el sueño que tuve hoy... que por cierto hacéme acordar después que te lo cuente... en fin, todo este puto melodrama solamente para decirme que querés la escopeta del Tuque para matar una rata que jode en tu casa?! ¡No comprendo el misterio de todo esto! Por otro lado te comento que lo de la escopeta va a ser un poco complicado porque el inconsciente de Tuque, en la última casería con "sus amigos", perdió la escopeta, la carpa, la bolsa de dormir jugando al truco. No sé Seba... podría sugerirte que te consigas unaaaa... ¡honda!, o no sé, la verdad que no sé...
Al instante de lo propuesto por Carlos, a Sebastián le surgió por dentro el interrogante: Y con una honda... ¿podré matarme?., no, tendría que tener mucha puntería el que lo haga, a demás de fuerza...¿y dónde me apuntaría?., ¿y quién se animaría?..
Quedándose absorto en aquel último pensamiento, mientras tanto, Carlos lo observaba con asombro y disgusto a la vez, hasta que le puso un breve coscorrón en la cabeza y le dijo:
-Está bien Seba, te perdono toda la boluda ocurrencia de hoy, ahora, antes que me olvide, te voy a contar lo que estaba soñando hasta antes de que llegués.
Cuando inmediatamente Carlos se proponía a comenzar su relato, Sebastián lo miró y le dijo sin querer ofenderlo:
-¿Sabes una cosa Cachito?, en realidad... hoy no tengo ganas de escuchar alguna cosa.
Pero Carlos lo interrumpió rápidamente para explicarle que lo que había soñado esta vez, no tenía nada que ver con lo de siempre. Sebastián lo contempló con lástima, y contestó resignado:
-Bueno, dale...
A Carlos se le dibujó una sonrisa en la cara y comenzó ansioso a relatar aquel extraño sueño.
-No vas a poder creer -comenzó sonriendo-. Resulta que estábamos en mi cuarto, como ahora, cuando de pronto se nos ocurrió salir a tomar unas cuantas cervezas a lo del negocio de Fernando, ¿te acodas de Fernando?
Sebastián puso cara de desubicado, inmediatamente enojado Carlos le dijo:
-El negocio de Fernando boludo, ¡el vago éste que le comprábamos dos y te regalaba otra!, y que cuando lo invitábamos a tomar, se colgaba con nosotros y nos contaba historias de fútbol despegándole las etiquetas a los envases...
Sebastián recordó rápidamente y sonrió diciendo:
-Ah!, ya sé, ya sé, el "gordo Fernando".
Carlos continuó entonces rápidamente para no perder la concentración de su relato.
-Bueno, te decía entonces que salimos a tomar unas cervezas a lo de Fernando. Bien, resulta que por la segunda se acercó el gordo y se quedó a charlar con nosotros. Por la cuarta cerveza, comenzamos de pronto a discutir, éramos Fernando y yo, discutiendo con vos. Lo raro de todo este sueño es que no discutíamos de fútbol, la discusión rondaba siempre en el tema de la muerte ¿sabes?, fue una sensación muy extraña, y más que extraña diría desagradable, porque lo peor de todo es que no me acuerdo por qué era que discutíamos sobre la muerte, bueno, en fin, lo que quería contarte era solamente lo feo que me sentí en ese momento del sueño, y también cuando desperté seguía sintiéndome raro...¿es loco no?
Sebastián, sin hacer el menor gesto, se levantó y enfiló rápidamente hacia la ventana de la habitación quedándose ahí con la mirada perdida en el horizonte. Algo andaba mal, o no andaba. Mientras tanto Carlos comenzó a asustarse, es que Sebastián le había sido indiferente a sus palabras. En su preocupación, le preguntó:
-¿Sabes qué Seba?.. te noto realmente raro. ¿Acaso seguís preocupado por lo de la rata esa que jode a tu vieja en casa?
Sin mover una pestaña Sebastián contestó fríamente:
-No.
Peor se puso Carlos con la respuesta de aquel que, compenetrado en la no sé qué cosa, mostraba que algo no andaba bien, o no andaba. Y volvió a insistir:
-Entonces estoy un poco loco porque realmente te noto muy diferente...qué te pasa Cachito.
Sebastián giró la cabeza y sin mirarlo a los ojos dijo:
-Me voy, tengo que resolver este puto problema.
Así entonces, salió lentamente Sebastián de la pieza sin siquiera mirar por un momento a su amigo, y como si nada, el otro se quedó contemplándolo fríamente hasta verlo desaparecer de su pieza. Por último saludó a la madre de Carlos con un tierno abrazo y luego se perdió definitivamente a la calle.
Se habían hecho como las dos de la tarde y Sebastián enfilaba para su casa en busca de la ya casi absurda subsistencia. Por esas calles saturadas de sol pensó preocupado en el sueño que le había relatado Carlos.
Pero qué raro -meditaba caminando-, realmente jamás me hubiese imaginado a Carlos soñándome así. Qué diablos es esto de los sueños... para el colmo yo nunca pude si quiera recordar los míos...
Chupado así, en esta suerte de admirable confusión, atravesó las calles sin despegar la cabeza, su mirada, y todo lo qué sé yo del suelo.
dos
Comió, sí, comió. Callado llenó su estomago sin sentirle gusto ya a la vida. Levantó su plato llevándolo a la cocina mientras escuchaba por detrás los gritos que daba su madre diciendo eso de: \ni siquiera "eso"!, \ni siquiera lavás el plato sinvergüenzal
A todo esto, Sebastián ya no sentía nada, los gritos de su pobre madre le eran un zumbido sordo y lejano. Estaba abrazando la idea.
Luego de la diaria puteada del plato, marchó a su pieza subiendo lentamente las escaleras. Como de costumbre cerró la puerta, se tiró en la cama -como de costumbre-, y alzó su vista -como de costumbre- en dirección a una vieja telaraña que sobrevivía en uno de los rincones de su habitación. Muerte, muerte, muerte -se repetía en su cabeza-, luego pensó:
¿Cual es el método más fácil para matarse?, tendría que haber un pequeño manual o guía, queee... specifique digamos, al menos unos cincuenta modelos, ¡y que sean todos económicos! Qué es eso de andar buscando guita o jodiendo a un amigo para matarse. No es serio esto...
En medio de estos necro-pensamientos se acordó por fin de una pequeña soga que guardaba en el ropero. Inmediatamente corrió hacia él, abrió las puertas y, como por arte de magia, la soga se hallaba "encima de todo", encima de todo aquel caos que caracterizaba su ropero; cabe aclarar que durante cuatro años Sebastián no aparecía por su ropero, la última vez que lo abrió fue para sacar y vender un viejo buzón. (Perdón, pero es verdad). En fin, tomó la cuerda y miró hacia arriba. ¿Irá a soportar la araña ésta?, se dijo observando seriamente. Compenetrada su vista en la araña de techo, pensaba: ¡Pero qué ridículo!, cómo va a soportar mi peso... y pensar las películas que habré visto con Carlos, de asesinatos, crímenes y colgados, éstos aparecían como si nada, ¡pero qué ridículo! Bueno, al menos, en última instancia, sólo me queda probar.
Así entonces, tomó la destartalada silla que estuvo siempre al lado de las puertas de su balcón y la acomodó justo debajo de la araña. De pronto le vinieron como unos temblores por todo el cuerpo. Apoyó su mano derecha llena de temblor en el respaldo de la silla. Hizo un pequeño envión, y finalmente arriba. Miró la telaraña, luego su araña, apretó la soga fuertemente por un momento, a continuación estiró sus brazos hacia arriba y comenzó a hacerle un nudo a la araña. Terminado, tomó el otro extremo de la soga y comenzó a enrollársela por el cuello, dos vueltas fueron suficientes. Luego, hizo un fuerte nudo de nuevo en la araña. Suspiró profundamente y dijo: Me siento incomodo. Las manos le sudaban como nunca, el temblor comenzó a crecer en su cuerpo; realmente estaba muy incómodo, suspiró, y finalmente arrojó la silla al suelo con el pie.
Temblor, manos sudadas, tal era el dolor en su cuello que le hizo saltar un par de lagrimas que deslizaban como pequeñas hormiguitas por sus mejillas, paseaban despacito. El cuerpo ya casi no le pertenecía, quedado a la suerte de aquellas hormiguitas, de sus temblores, y de todo lo que se apoderara súbitamente de él. De pronto un grito se estrelló en la habitación, grito de madre, grito desesperado, grito de carne y hueso. Susana no podía entender lo que veía, desesperada en el auxilio de pelear con la muerte de su hijo, tomó la silla y de un sólo salto ya estaba arriba; comenzó a forcejear la soga que abrasaba el cuello de Sebastián. Llorando sin parar y en aquella lucha de bajar a Sebastián de las nubes, de repente, en un milagro explicable, la araña, en el vaivén de la vida y la muerte, no pudo más con su existencia y se desplomó del techo, cayendo Sebastián encima de Susana. Qué imagen realmente descompuesta: Sebastián, atado al cuello por una soga que a su vez, amarrada a una araña de techo, ofrecía sus delicados adornos de cristal trabajados a mano; cristales, cadenas y cables, todo aquello enredado en los cabellos de una gran mujer, Susana; con sus labios irreparablemente dañados, y la terrible asfixia de estar debajo de Sebastián que, con el fuerte golpe dado en el suelo tras el forcejeo y desprendimiento de la araña de techo, ninguno de los dos atinaba a mover un meñique.
Como al rededor de cuatro o cinco minutos, enredados entre sí, tosieron y lloraron sin parar. Pero lo peor, aún no había dado su grito.
Sebastián, sintió una vergüenza incomparable a ninguna otra situación antes vivida, e hizo un enorme esfuerzo por levantarse encima de su madre, queriendo por todo, desaparecer de tan patética situación.
Una vez incorporado sus piernas no paraban de temblar, no podía ver casi algo, como si estuviese envuelto en una espesa neblina. Pero de repente percibió apenas una luz que venía desde las puertas de su balcón. Eran esas luces de las dos y media de la tarde, dueñas de un sol radiante. Sebastián no podía oír más a su madre (por dolor y vergüenza), la que pobre, gemía aún en el suelo. Entonces tomando impulso hacia la luz del sol, arrastrando la araña que llevaba atada a su cuello y en un último esfuerzo, sin decir ni gritar nada, se lanzó desde el balcón hacia la luz del sol, la muerte, la calle, el qué dirán los vecinos, la prensa, su querido amigo Carlos, su eterna Susana; su mundo casi entero, pues faltaba él nomás.
uno
Caras extrañas, cuántas de ellas me rodean ahora, no me dejan ver el sol. ¡Aire!, qué extraño, es la primera vez que siento la compañía del aire, ¡está vivo! Siento un terrible calor en mi cabeza... ¿tanta gente a mi alrededor?, ¿justo ahora voy a ser importante? ¡Ay vieja querida!, menos mal que en la otra vida ya no se labura... ¿supongo?, de ser así, en paz estaremos ¡Ay!.. ah... Mi frente se está derritiendo... ésta no fue una buena manera... ¡ay!.. el manual también debería en sus modelos prevenir el dolor...
Es increíble la gente cómo grita y corre a su alrededor, mientras él, indiferente a todo, mira fijo a un poste; Susana llorando arriba / no pudo levantarse más.
FIN, o todo eso y nada más